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El dolor que más duele

        Todos sentimos dolores. Desde alguna pequeña patada aquí, alguna marca púrpura que aparece tras alguna colisión con algún objecto, sentir dolor en las espaldas (siempre las espaldas encuentran ese mal para nosotros), hasta algún movimiento del cuerpo ejecutado en el gimnasio, todo lo que nos hace llorar, siendo alguna lagrimacita o algún lamento, la cara triste.
         Lloramos cuando algo nos duele, y algunas veces es bueno llorar, porque lloramos cuando nos sentimos alegres, lloramos por nuestras victorias y lloramos por nuestras derrotas. Lloramos emocionados, entusiasmados, por la pérdida de algo o alguien, por extrañar a alguien; existen personas que lloran por todo, también a causa de tristezas.
      Llorar cuando nos duele es un aliento, un alivio del alma, igual que la vajilla lista para llenarse y verter el agua, finalmente, por un motivo cualquiera. Igual que mantequilla derretida que se deshace en el plato, cuando la olvidamos fuera de la nevera.
       Y cuando nos olvidamos de la realidad, lloramos para desahogar nuestros lamentos, y al final de todo no olvidamos nada, y en cada recuerdo sentimos volver el mismo flujo de lágrimas.
        Derramamos lágrimas a causa de todo, incluso cuando el dolor es demasiado.
       Entre todos los dolores, aquel que nos hace llorar, sin contener las lágrimas, o no contenerlas por un minuto, que el flujo se sobrepone al límite de los ojos, igual que el flujo que sorprende el puente; el embalse de aguas, más allá de sus fuerzas; es aquel que no marca, no deja la púrpura en nuestro cuerpo; lo rojizo de la colisión fortuita; no está en la noticia de la pérdida; que nos toma el aliento, igual que a los niños que lo van a buscar en el fondo del alma, que a todos mantienen suspendidos, esperando el alivio llegar; el grito que trastorna el ambiente; que ensordece los oídos; del ser contenido en el piso bajo los pies del usurpador; que intenta sosegar el alma que se deshace en las gotas saladas en el rostro o en el rostro de quien tranquiliza al otro. Es el dolor del silencio, lo más triste.
       Nada sosiega el corazón cuando no podemos volver de la decisión que no podemos reparar; cuando alguien nos dice que todo terminó; viendo el encuentro del otro u otra con alguien más; que nos aleja del círculo amoroso; el dolor de la exclusión y de la realidad.
        Es aquel dolor que marca igual que plomo fundido; el humo que el fuego implacable deja en el aire; en la atmósfera que siempre será recordada; del día siempre remarcado en la hojita del calendario a lo largo del tiempo, igual que la celebración del vacío, del antes y del después; del arrepentimiento por haber encontrado la tristeza; un dolor que recuerda también el experimento de nunca haber hecho algo nuevo; promesas tantas veces repetidas, que guarda en el fondo del alma un lamento transcendental, también desbordante, que termina en lágrimas cuando revivimos cada momento.
        Reavivar los recuerdos agradables hasta la deconstrucción final es un dolor irreparable, incurable, que nos trae heridas, rostros tristes, esperanzas por retornos que nunca acontecerán.
      El dolor más fuerte es el dolor de la indiferencia, de saber que por más que deseemos, que insistamos, el dolor no repone el rompimiento del anillo de la pasión perdida.

FUENTE DE LA FOTO: Photo by Fa Barboza on Unsplash 

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Nilson Lattari

Nilson Lattari é carioca, escritor, graduado em Literatura pela Universidade do Estado do Rio de Janeiro, e com especialização em Estudos Literários pela Universidade Federal de Juiz de Fora. Gosta de escrever, principalmente, crônicas e artigos sobre comportamentos humanos, políticos ou sociais. É detentor de vários prêmios em Literatura

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